La aldea de El Rocío despierta cada mañana envuelta en silencio, solo interrumpido por el rumor de las marismas y el canto lejano de algún ave. La ermita, blanca y luminosa bajo el cielo de Doñana, es el corazón tranquilo de este paisaje. No hay bullicio de romeros ni repique de campanas: solo la calma y la presencia constante de la Virgen, la Blanca Paloma, que observa desde su altar.
En la explanada, algunos visitantes pasean despacio, admirando la arquitectura sencilla y elegante del santuario. Hacen fotos, se sientan en los bancos de piedra, respiran el aire limpio y dejan que el tiempo pase sin prisa. Dentro, la luz tamizada por las vidrieras baña el retablo dorado y la imagen de la Virgen, que parece flotar en su camarín, rodeada de flores frescas y velas encendidas por promesas y agradecimientos.
A lo largo del día, llegan familias de Almonte, parejas jóvenes, algún grupo de turistas. Muchos se acercan en silencio, otros rezan en voz baja o simplemente se quedan mirando, como hipnotizados por la paz que transmite el lugar. Un niño se arrodilla y le susurra a la Virgen un secreto; una mujer mayor deja una carta doblada en el altar. Afuera, un ciclista se detiene, se quita el casco y entra un instante, solo para mirar.
El personal de la ermita cuida cada detalle: reponen las flores, limpian discretamente, encienden nuevas velas. El ambiente es de respeto y recogimiento, pero también de vida cotidiana. La ermita es refugio y testigo de miles de historias personales, de momentos de alegría y de consuelo.
No hace falta esperar a la romería ni sumarse a la multitud para ver a la Virgen del Rocío. Su presencia serena acompaña cada día a quienes la buscan en la quietud, en la luz suave de la mañana o en la penumbra dorada de la tarde. Basta con acercarse en cualquier momento del año para sentir esa calma y dejarse envolver por la espiritualidad sencilla que habita en El Rocío.
Al caer la tarde, la luz cambia y la fachada se tiñe de tonos dorados. Algunos caballos pasan al trote por la arena, levantando polvo que baila en el aire. Los últimos visitantes se despiden con una mirada atrás, como si no quisieran marcharse del todo.
En El Rocío, la ermita es mucho más que un templo: es un lugar donde el tiempo parece detenerse, donde la fe y la tranquilidad conviven cada día, sin necesidad de grandes celebraciones. Aquí, la Virgen del Rocío espera, serena, a quien quiera acercarse, en cualquier momento del año.
Viva la virgen del Rocío
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