Entrar en la Fundación Cajasol estos días es como colarse en el salón de casa de hace varias décadas, cuando los juguetes se guardaban en cajas de cartón y no en la nube. La exposición “Jugar y Soñar. Historia del juguete español (1880–1980)” transforma la Sala Velázquez en un pequeño museo de emociones donde cada vitrina parece susurrar “¿te acuerdas de mí?”.
No hace falta ser coleccionista para disfrutarla: basta una mínima dosis de curiosidad y ganas de dejarse arrastrar por la nostalgia. Es de esas muestras que se ven con los ojos, pero se procesan con la memoria, a veces propia y a veces prestada de padres y abuelos.
La selección procede de la colección Quiroga-Monte, uno de los grandes fondos dedicados al juguete en España, y se nota en la variedad de piezas y en su excelente conservación. Hay trenes de hojalata que parecen recién sacados de su caja, muñecas que resumen décadas de educación sentimental y juegos de salón que recuerdan tardes enteras alrededor de una mesa.
Llama la atención cómo los juguetes dialogan con la historia: aparecen miniaturas de inventos como el autogiro de Juan de la Cierva o el Graf Zeppelin, que capturaron la fascinación por la aviación en su momento. También hay escenas muy reconocibles para el público sevillano, como referencias a ferias y ambientes andaluces, que anclan la exposición en un paisaje cercano.
La muestra forma parte del programa navideño “Los Gozos de Diciembre”, así que el ambiente que la rodea es especialmente propicio para visitarla en familia. Es fácil ver a varias generaciones delante de la misma vitrina, negociando recuerdos: quien vivió esos juguetes, quien los escuchó contar y quien los descubre por primera vez.
En tiempos de pantallas táctiles y algoritmos, la exposición reivindica la sencillez de un juguete físico, con peso, textura y a veces incluso pequeñas imperfecciones. Más que oponer lo digital y lo analógico, invita a preguntarse qué tipo de historias queremos seguir asociando a la palabra “jugar”.











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