sábado, 31 de mayo de 2025

El susurro de la serpiente muerta

El mediodía caía pesado sobre la carretera secundaria, el asfalto vibrando bajo el sol. Caminaba solo, dejando atrás el pueblo, cuando la vi: una serpiente muerta, tendida a un lado del camino, como una línea interrumpida en medio del polvo.

Me detuve. No era la primera vez que veía un animal muerto, pero algo en la escena me obligó a mirar. La serpiente estaba intacta, salvo por una herida pequeña, casi discreta. No había rastro de lucha; solo el silencio de lo inevitable.

Me agaché, observándola. Su piel aún brillaba, un patrón de escamas que parecía contener un mensaje cifrado. Pensé en la fragilidad de la vida, en cómo todo puede terminar en un instante, sin previo aviso, sin drama. La serpiente, que alguna vez fue temida, ahora era solo un cuerpo, una historia detenida.

Seguí mi camino, pero la imagen me acompañó. Pensé en las veces que he ignorado lo que yace a los márgenes de mi propia vida: conversaciones no tenidas, decisiones evitadas, sueños olvidados. La serpiente era un recordatorio incómodo de que el tiempo no se detiene, de que todo lo que no enfrentamos puede quedar tendido en el camino, esperando ser reconocido.

Esa tarde, al volver, la serpiente ya no estaba. Quizá algún animal la arrastró, o tal vez el viento y la tierra hicieron su trabajo. Pero yo seguí pensando en ella, en cómo a veces la muerte no es solo un final, sino un espejo que nos obliga a mirar de frente lo que somos y lo que dejamos atrás.

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