En un pequeño pueblo, había un huerto mágico donde las fresas crecían sin cesar. La dueña, Sofía, creía que era el amor y el cuidado lo que hacía que el huerto fuera tan prolífico. Un día, un joven llamado Leo se unió a ella y juntos descubrieron que cada fresa que se recogía era reemplazada por otra.
Sofía le dijo a Leo que el secreto estaba en la alegría que las fresas traían a la gente. Cada sonrisa y cada momento de felicidad eran como semillas que hacían que el huerto siguiera produciendo fresas sin fin.
Leo, intrigado por el fenómeno, decidió investigar más a fondo. Observó cómo las personas que visitaban el huerto se iban con sonrisas en sus rostros, compartiendo las fresas con sus seres queridos.
Un día, notó algo extraordinario: cada vez que alguien compartía una fresa, una nueva flor brotaba en el huerto. Comprendió entonces que no solo era la alegría de comer las fresas, sino el acto de compartirlas lo que mantenía el ciclo infinito
El Jardín de las Fresas se convirtió en un símbolo de generosidad y comunidad. La gente aprendió que compartir la felicidad, por pequeña que sea, puede crear un ciclo interminable de alegría y abundancia.
Y así, las fresas siguieron creciendo sin fin, recordando a todos que la verdadera magia está en compartir lo que nos hace felices.