La brisa marina agitaba la playa desierta mientras una gaviota distinta avanzaba sobre la arena: le faltaba parte de una pata, y su andar torcido dejaba huellas irregulares junto al agua. Los pescadores la llamaban Bruma, porque aparecía y desaparecía como la neblina en la orilla.
No volaba tan alto como las demás ni compartía bandada, sobrevivía en la marea baja, disputando restos de peces, refugiándose sola en las dunas al caer la tarde. Muchos la miraban como una presencia incómoda, un error en medio de la geometría perfecta del mar. Ella, en cambio, había aprendido a transformar esa incompletud en una forma de resistencia.
Una noche, mientras las gaviotas se peleaban por un pez muerto arrastrado por la marea, Bruma bajó cojeando y defendió con fiereza su pequeño bocado. No fue un triunfo grandioso, pero sí la prueba de que la vida también pertenece a lo imperfecto.
De vuelta en la duna, observó el cielo negro tachonado de estrellas. Cerró los ojos, con el rumor del mar como arrullo, y permaneció quieta, erguida sobre su pata solitaria. No necesitaba volar lejos para ser libre: su victoria era seguir aquí, día tras día, frente al océano que no exige perfección, solo la voluntad de resistir.
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